domingo, 1 de febrero de 2015

BRUNO LATOUR: NUNCA HEMOS SIDO MODERNOS

Formado en filosofía y en investigación etnográfica, el intelectual francés pone en cuestión las tradicionales categorías políticas, historiográficas y antropológicas. También afirma que la modernidad es un proceso incompleto en todo el mundo, y que haberlo creído concluido fue perjudicial para la visión que las sociedades tienen del futuro.
 por Diana Fernandez Irusta
No siempre es fácil seguir el discurso de Bruno Latour. Profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París, formado tempranamente en filosofía y luego en investigación etnográfica, este intelectual francés busca desarrollar un sistema de pensamiento que, en un punto, pareciera querer volver a nombrarlo todo.
Sostiene que "nunca fuimos modernos" pero también que el proyecto moderno (con su lógica binaria, sus aspiraciones universalistas, la renuencia a lo que un europeo llamaría el "terruño" y su voluntad de emancipación) aún no terminó. Y pone todo su esfuerzo en encontrar nuevos modos de definir ésta y otras paradojas.
Por eso, no habla de "política" sino de "composición colectiva del campo común", para salirse de la definición clásica que involucra la lógica del poder, y sostener la idea de que el universo colectivo no se impone, sino que se construye poco a poco. O, entre muchos otros conceptos, intenta complejizar la oposición "sujeto/objeto", refiriéndose a entidades "humanas y no humanas".
Su último trabajo, Investigación sobre los modos de existencia (Paidós) es una suerte de libro-herramienta, un enorme esfuerzo de categorización en función de su gran proyecto: pensar al sujeto moderno en términos antropológicos. El libro se articula con una plataforma digital (http://www.modesofexistence.org) que invita a sumarse a la indagación sobre esos seres extraños, los herederos de la modernidad.
La otra preocupación de Latour -que en los años 70 realizó investigaciones etnográficas sobre la dinámica de la comunidad científica- es la crisis ambiental. Hace rato que reflexiona sobre el antropoceno, término que el mes pasado ganó espacio mediático gracias a un encuentro de científicos realizado en Berlín, y que alude a una era geológica marcada por la acción humana sobre el planeta (era en la cual, según algunos estudiosos, ya hemos ingresado). Por eso Latour, convencido de que hay un nexo entre las concepciones modernas y el deterioro del medio ambiente, recientemente organizó en la ciudad de Toulouse la muestra artística Antropoceno Monumento.
"Nunca me interesó", contesta, no obstante, cuando se le consulta por el impacto que dicha exposición tuvo en el público francés. Con el mismo tono amable y la misma sonrisa con la que, durante la entrevista, saludaría cada asomo de desconcierto en quien lo escuchaba. Bruno Latour, el hombre que se multiplica en sitios webs, redes sociales y presentaciones pero al que no le importan las reacciones de la gente. El moderno que nunca lo fue. El investigador que descree de los partidos verdes y al mismo tiempo advierte: "La ilusión de haber sido modernos limitó las posibilidades de futuro. Si no inventamos nuevas visiones posibles, lo que nos espera no será divertido".
-En su último libro, usted se refiere a los modernos como seres "opacos a sí mismos". ¿Cómo entender esa opacidad?
-Hace mucho tiempo, al principio de mis investigaciones en África, me di cuenta de que era muy difícil definir la palabra "moderno". Uno cree que es muy claro, pero en realidad no lo es, y la utilización de este término acarrea tremendas confusiones. La historia de todos los países modernizados, de la Argentina a Francia o Estados Unidos, muestra tal opacidad. Nunca hemos sido modernos y tampoco sabemos por qué. Razón por la cual la antropología es necesaria.
-¿En qué radicaría esta suerte de "ser y no ser"?
-Hay un problema específico de todo lo moderno: no se trata sólo de que existen diferencias entre práctica y representación, sino que además hay una negación de la práctica. Esto es cierto para la religión, la ciencia, la política, la técnica y demás áreas. La antropología de los modernos es una antropología de la relación extraña entre teoría y práctica.
-¿El conflictivo vínculo de nuestra época con la secularidad sería un ejemplo de esto?
-La idea de que las cuestiones religiosas quedaban atrás desencadenó una parte de la historia moderna, por lo menos a partir del siglo XVIII. No soy el único que lo dice, es algo que aparece en la investigación histórica: la palabra secular no implica "sin dios", sino una definición del tiempo, del espacio y de la relación entre ellos. También implica algo muy particular, que es la desaparición de lo netamente religioso desde el punto de vista institucional. Sin embargo, la historia de la secularización termina vinculándose con la religión y adoptando diversas formas. En particular lo que pasó a ser la economía providencial, es decir, la providencia transformada en economía. Karl Polanyi en sus trabajos sobre antropología económica y quienes trabajan en la antropología de la política sostienen este tipo de tesis.
-¿Cuál sería, entonces, el legado de la modernidad?
-Como afirma Polanyi, el gran descubrimiento de la modernidad es el de la autonomía, la libertad, la emancipación. Son valores importantes, que ninguno de los antiguos modernos aceptaría replantear. El tema es que está faltando el suelo sobre el cual fijamos nuestra autonomía, independencia y emancipación. Allí es donde la cuestión ecológica toma su lugar y allí es donde tendríamos que poder conservar esa larga historia de emancipación: en un suelo que le corresponda.
-¿Se refiere al suelo de modo literal?
-Me refiero a la pertenencia, al territorio. El problema actual, que se agudiza por la crisis ecológica, es que estamos en un movimiento de emancipación pero, cuando nos referimos al suelo o territorio, parece que nos estamos ciñendo a conceptos reaccionarios. Sin embargo, hablar del suelo es hablar de un regreso a la tierra como expresión progresista: concebir que el progreso no está en un futuro lejano, sino que está bajo nuestros pies. Una postura que perturba, porque nadie sabe dónde pararse políticamente.
-¿Habría que salirse de la dicotomía entre modernizar y "ecologizar"?
-El término "modernizar", que nunca se realizó, significa un movimiento de emancipación fuera del suelo, off shore, mientras que "ecologizar" se refiere al retorno, a condiciones que no son las condiciones de las antiguas tierras alguna vez abandonadas. En la práctica significaría volver a pensar la economía, volver a plantearla ligada al territorio.
-Suele decirse que América Latina es un continente de "modernidades incompletas". ¿Qué opina al respecto?
-La modernidad incompleta es universal. Porque ¿quién representa la modernidad completa? América Latina forma parte del mundo común donde nadie ha sido moderno. Simplemente, hay diferentes experiencias de modernidad, que se encuentran en todas las etapas del tiempo. En Bolivia convive una divinidad de las tierras, la Pachamama, con Internet. Son elementos que, justamente, no están alineados. Hay otro concepto vinculado con lo moderno, que es esta idea de que se pueden ordenar los elementos de innovación en función de un criterio, de una línea más o menos congruente, que pueda hacer una distinción entre el pasado arcaico y el porvenir brillante. Algo que nunca existió. y mucho menos hoy.
-¿Cómo se vincula esta perspectiva con fenómenos como el del Estado Islámico?
-No soy especialista en la cuestión del Estado Islámico. Pero creo que no hay nada arcaico en el fundamentalismo islámico. Más bien, considero que es un modernismo. La simultaneidad de tiempos está presente en todos lados. Uno trata de ordenar la multiplicidad de tiempos en una línea con los progresos del modernismo. Y es esa línea de análisis la que habría que abandonar. Porque ¿cuál es la ilusión del modernismo? La idea de que uno puede interpretar algo sin por ello tener una fuente de incertidumbre o inquietud. La palabra divina es un concepto cuyo origen tiene fecha conocida: la reforma protestante de Enrique VIII. Y creo que da una visión muy particular de lo que es un militante: alguien que interpreta directamente la palabra de Dios, que no necesita instituciones y al que no le tiembla la mano cuando dice: "Dios quiere esto". Ningún filósofo musulmán se reconocería en esta extraña idea de que Dios habla directamente, sin interpretación.
-Cada vez parece haber más consenso en que estamos ingresando en el Antropoceno. ¿Cómo se siente al respecto?
-El término "antropoceno" alude exactamente a lo que yo he venido analizando durante mucho tiempo, pero tiene su origen en el ámbito científico. O sea, tiene más valor. Porque a nadie le importan las elucubraciones de un pensador francés, mientras que si el término es utilizado por geólogos y climatólogos, resulta más serio. Y ellos dicen exactamente lo mismo que venía diciendo yo: no existe una tierra para los habitantes que se creen humanos. La faz de la Tierra ya ha cambiado considerablemente. De todos modos, se trata de un término discutido. Y no les vamos a dejar el poder a los científicos para manejar el planeta. Pero tampoco habría que dárselo a los ecologistas -me refiero a los partidos verdes-, porque no estoy convencido de que sirva de algo defender la naturaleza. En la época del Antropoceno, la palabra naturaleza no tiene sentido. De allí que la respuesta a lo que se viene esté dispersa: en los movimientos militantes, obviamente, pero también en la redefinición de lo que llamo la geopolítica, y en la redefinición de la noción de territorio.
-El libro Investigación sobre los modos de existencia forma parte de un proyecto de investigación más amplio, que involucra la participación de los usuarios de Internet. ¿En qué punto está ahora?
-En agosto se terminó la financiación, que venía de fondos europeos, pero el proyecto sigue [risas]. Aunque el saldo hasta ahora es un tanto complejo. Va a depender de qué hablamos. Si hablamos del sitio de Internet, que se supone tiene que hacer trabajar a la gente con el libro, el balance es bueno y malo. Porque la gente todavía está en la cultura del libro, en el soporte papel. Se trató de una experiencia muy ambiciosa con lo que solemos llamar humanidades digitales, y me parece que el balance es bastante primario. Todavía no sabemos si la incorporación de este soporte ha sido una buena idea o no.
-Hace unos años participó en una muestra llamada Iconoclash. El mes pasado se ocupó de la curaduría de Antropoceno Monumento. ¿Dónde reside este interés en las artes visuales?
-La búsqueda de nuevas definiciones para lo que nos ocurre sería imposible sin los artistas. Porque la sensibilidad, el invento de la crisis de conciencia, siempre estuvo del lado de las artes. No hay distinción entre arte y pensamiento; son modos de existencia distintos, pero no separables. Además de participar o curar exposiciones, creé una escuela que se llama Escuela de las Artes Políticas e hice una tesis de teatro sobre Gaia. En lo que hace a Antropoceno Monumento, me interesó vincular a científicos, historiadores y artistas para crear formas que puedan decir qué es el Antropoceno. La idea es de un amigo inglés que proponía hacer un monumento, porque cuando los geólogos encuentran diferencias entre los estratos de distintos períodos, hacen un pequeño monumento, que suele ser bastante sencillo, para distinguir el Cámbrico del Precámbrico, por ejemplo. Entonces, se les propuso a los artistas y los científicos que hicieran lo propio para el período del estrato del Antropoceno. La propuesta les encantó a los artistas y estudiosos del medio ambiente, y también interesó a los científicos, que tienen muchas dificultades para divulgar en público lo que están haciendo.
-¿Qué impacto tuvo la muestra en el público?
-Nunca me interesó el impacto. Es efímero, inmaterial. Si trabajamos en estos temas, no hay que interesarse por el impacto. Cuando uno escribe o hace una muestra no tiene que preocuparse por lo que le pase al público. Si no, nunca lo hace.
-¿Pero, más allá de la expresión artística, no había una intención de cierto testimonio?
-Lo importante fueron los vínculos que, durante la muestra, se hicieron entre artistas y científicos. Es muy interesante verlo. Había una oceanógrafa, por poner un caso. Y estaba muy sorprendida al observar que los artistas trataban de entender lo mismo que ella, pero con otros medios. En un contexto que para ella es de tragedia: ve la catástrofe todos los días, plasmada en los datos que recaba, y se da cuenta de que nadie se preocupa. Aunque la situación es gravísima.
-¿Imagina el paisaje de lo humano de aquí a cincuenta años?
-Creo que hay que inventar muchas visiones posibles del futuro. Recurrir a la ciencia ficción, al teatro, a las artes visuales. Hay que inventar, y es ahí donde lo artístico pasa a ser indispensable. Hay que multiplicar todas las posibilidades existentes. La ilusión de haber sido modernos trajo una suerte de limitación, una perspectiva muy acotada de las posibilidades de futuro, en particular debido al modo de concebir la economía. Razón por la cual la única predicción que hoy se podría hacer es que si es esto es lo único de lo que disponemos, lo que pase a futuro divertido no va a ser.
-De todos modos, a algunos nos sigue resultando difícil pensar en la posibilidad de una civilización que no ancle, de algún modo u otro, en los ejes de la experiencia moderna.
-Cierto. Todo va a depender de lo que denomino "racionalizar la exploración de los modos de existencia". Una postura totalmente racional, pero no racionalista. Vale decir, es racional volver a poblar la comprensión de los seres humanos con la subjetividad, por ejemplo. No hay razón por la cual la reivindicación de lo moderno tenga que tener vínculo solamente con la visión estrecha del racionalismo. Porque si uno pone en suspenso el tema de lo moderno, se encuentra con muchas otras alternativas, que radican en lo contemporáneo. Y ser contemporáneo no es lo mismo que ser moderno. Se trata, justamente, de poder aceptar la multiplicidad de los modos de existencia y no pensar en términos de un solo modo. La pregunta que sobreviene, claro, es si realmente somos contemporáneos..

Sobre el libro 'El fin de la modernidad judía. Historia de un giro conservador'

La cooptación de las instituciones judías

 Por Jorge Elbaum *

El acto que se desarrolló el miércoles 21 de enero escenificó un posicionamiento que ya es un secreto a voces. La presencia en el acto de la calle Pasteur del variopinto arco opositor puso en evidencia la partidización de las instituciones comunitarias. Tanto la AMIA como la DAIA son organismos no gubernamentales dedicados –según sus estatutos– a las actividades mutuales solidarias, la primera, y a la lucha contra toda forma de discriminación, la segunda. Sin embargo, el ansia de protagonismo, los efectos mediáticos del atentado del año 1994, las características ideológicas de sus dirigentes y la ausencia de los judíos progresistas dispuestos a dar la pelea por sellos a los que consideran no representativos, han permitido la cooptación por parte de la oposición vernácula. Instituciones que tenían misiones relacionadas con la ayuda social o con el combate a la judeofobia terminaron siendo parte del ajedrez político, agrupando a un porcentaje inmensamente minoritario de los argentinos de origen judío residentes en nuestro país.
Sólo el veinte por ciento de los argentinos de origen judío son parte del entramado institucional comunitario. La inmensa mayoría de los judíos desconoce o es indiferente a la pretensión hegemónica que hacen la AMIA o la DAIA de su institucionalidad. Estudiantes, académicos, activistas sociales, profesionales, científicos, cooperativistas, industriales, cineastas, escritores, músicos, militantes políticos, funcionarios y artistas desconocen absolutamente aquello que los dirigentes comunitarios pretenden enunciar en su nombre. Sólo 150 “votantes” –en el caso de la DAIA– eligen a quienes se instituyen en la voz “política” de los judíos argentinos. Y entre esas 150 personas no figura un solo nombre relevante en cuanto a su reconocimiento por parte de la sociedad argentina. Sin embargo, esos 150 “enviados de las instituciones” eligen a 20 personas que interactúan con ministras/os y/o presidentas/es investidos por la representación de 300 mil argentinos de origen judío.
La politización de ambas instituciones fue paralela al abandono de las misiones institucionales presentes en sus estatutos: la AMIA, por ejemplo, sólo permite asociados judíos en clara transgresión a la ley, que impide la discriminación por género, religión o cultura, mientras que la DAIA olvidó dedicarse a la lucha contra toda forma de discriminación, tal como figura en sus postulados. El “olvido” de sus objetivos fundacionales fue coherente con la mutación de las instituciones de base y del perfil de la población judía: durante gran parte del siglo XX ambos organismos fueron liderados por tradiciones laboristas y socialistas. Hubo un tiempo en que “lo comunitario” suponía una estrategia defensiva común contra las persecuciones de La Liga Patriótica –financiada por la Sociedad Rural–, la Alianza Libertadora Nacionalista y Tacuara, entre otros grupos filonazis. Los dirigentes comunitarios arriesgaban sus vidas al pedir explicaciones en comisarías o en instituciones educativas donde sus hijos muchas veces eran acosados con insultos antisemitas.
Las mutaciones de “lo judío” se iniciaron en los años ’60 y ’70, cuando lo hebreo dejó de ubicarse en los márgenes de la humanidad para iniciar su camino hacia los centros de poder internacional. Lo “judío” empezó a alejarse de lo discriminado y los judíos dejaron de ser la imagen del intelectual, el artista, el filósofo, el pensador, el errante y/o el revolucionario para convertirse en una figura más aceptada (a veces “pintoresca”) en los círculos de poder. En nuestro país –por ejemplo– en la década del ‘90 se iniciaron los festejos por la posibilidad que les daban a algunos integrantes de la colectividad de ser parte del Jockey Club, la misma casa que los excluyó y los humilló décadas antes. Lo llamativo del viraje fue (y sigue siendo) la parsimonia amnésica con la que el judío “hegemónico” se adentra en los pasillos luminosos y espejados de los sillones bienpensantes: nunca se le pidió autocrítica ni se le exigió una reparación a las castas oligárquicas que siguen pronunciando tras bambalinas el ritual del judío deicida. Tampoco se les pidió corrección política a la hora de cuestionar el racismo que siguen postulando hacia todo lo que huela a sectores populares.
En un reciente trabajo historiográfico, Enzo Traverso nombró esta deriva como “El fin de la modernidad judía. Historia de un giro conservador”[1]. Este final de ciclo consiste, según el historiador italiano, en dos movimientos paralelos: por un lado la renuncia a ser parte de quienes intentan subvertir las estructuras discriminatorias que generaron desigualdad, racismo y judeofobia y, por el otro, la participación dentro del escenario del poder hegemónico. Lejos de esa lectura “histórica”, los dirigentes locales comenzaron a caminar los pasillos del poder real y empezaron eufóricos a codearse con los exitosos empresarios gentiles. En ese tránsito, se ubicaron a miles de kilómetros de los perfiles difundidos por Simón Radowitzky, Marcos Osatinsky, Juan Gelman, Bernardo Verbitsky, Raúl Kossoy, Moisés Lebensohn, Elías Seman y tantos otros ligados a las luchas solidarias y justicieras del pueblo argentino. Más aún: esos nombres de judíos subversivos fueron sistemáticamente borrados de los anaqueles y de la memoria o el conocimiento dirigencial. El solo hecho de difundir sus biografías empezó a ser vivido con escozor y vergüenza. No se habla de ellos porque no responden al physique du rôl identitario hegemónico actual. En síntesis: en el medio de un gran atolladero de la significación, sólo aparecen como “judíos”, en la actualidad (en la versión de las autodenominadas instituciones centrales) quienes permanecen ajenos a las luchas sociales de nuestro país o quienes coquetean con los actores deshilachados de la oposición.
La expresión más acabada de este giro derechizador se evidenció en los años ’90, al igual que en gran parte de la sociedad argentina. El neoliberalismo cambió la agenda de ambas entidades y el componente empresarial desplazó a los “activistas sociales” característicos de las décadas anteriores. El nuevo rol asumido implicó una avanzada desde donde articularse con el establishment del sistema político local y con las corporaciones empresariales y políticas. Las componendas entre José Beraja, el menemismo, la SIDE de entonces, Alfredo Neuberger y sus penalistas amigos, quedaron expuestas en la complicidad espuria orientada a ocultar o plantar pistas falsas en relación con el atentado. El resultado fue la separación del juez Galeano y los procesamientos del ex presidente de la DAIA, del titular de la SIDE menemista, Anzorreguy, y del Fino Palacios, comisario de la Federal, entre otros. Este último irrumpió años más tarde como titular de la policía metropolitana de Macri y con las escuchas telefónicas ilegales, entre otros, a un familiar de los muertos en la AMIA, Sergio Burstein.
La foto divulgada en el día de ayer por la AMIA y la DAIA, referida al acto en la calle Pasteur, en la que posan Ernesto Sanz, Julio Cobos, Francisco de Narváez y Patricia Bullrich, atestigua que el giro conservador fue “eficiente”: ya pueden borrarse de todas las fotos las figuras de esos inmigrantes y sus hijos que colaboraron en la construcción de un país en donde la solidaridad, la justicia social y la sensibilidad hacia los marginados eran postulados como el principio fundador de ambas instituciones. Ahora sí, sus dirigentes podrán ser invitados a los fastos del Jockey Club, disimulando (o negando) que tienen el mismo origen que quienes contribuyeron (incluso entregando su vida) a un país inclusivo y libre de discriminación.
[1] Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2014.
* Sociólogo. Ex director ejecutivo de la DAIA.