por Carlos E. Cué
Es casi imposible no verla, pero algunos lo logran. En el corazón de Buenos Aires, a 200 metros del barrio más caro de la capital argentina y un centro comercial de lujo, resiste dictaduras, crisis, recuperaciones y recaídas. Está allí como un recuerdo permanente de que estamos en Latinoamérica, por mucho que algunos barrios chic de Buenos Aires quieran desmentirlo. Es la Villa 31, incrustada entre el tren y la autopista, más viva que nunca. Nadie pudo acabar con ella. Ahora se intenta disimular. El ayuntamiento ha colocado vallas, mallas de metal y plantas para separar la autopista de la villa. En teoría, se pretende proteger a los vecinos y evitar que las casas literalmente se monten sobre los coches. Pero muchos, abajo, creen que quieren aislarles y conseguir que los automovilistas no les vean. Es casi imposible, la villa es enorme. Pero algo tapa.
La 31 ha doblado su población en la última década. Ya viven allí entre 40.000 y 50.000 personas. Nadie lo sabe con certeza. Pero mientras arriba, en la autopista, la villa se difumina, abajo la realidad es cada día más dura. Una guerra entre bandas narco, peruanos contra paraguayos, ha dejado cinco muertos en un mes, el último de solo 14 años. Un récord incluso para esta zona donde el asesinato no es algo raro, aunque siempre fue más tranquila que la 1-11-14, la villa más dura. “La situación está al rojo vivo. Los narcos quieren marcar territorio ahora que entra un Gobierno nuevo. Y mientras aquí abajo perdemos a nuestro chicos adictos al paco [pasta base de cocaína], que mezclan con silacina, una droga para caballos, allí arriba tratan de hacer un bosque para que desde la autopista no se vea nuestra pobreza. Quieren tapar el sol con un dedo”, se lamenta Jorge, que lleva 40 años viviendo en la villa, tiene dos hijos drogadictos y con su organización “Sí a la vida” trata de sacar a niños de la droga.
La ciudad de la que fue alcalde Mauricio Macri ocho años y que ahora dirige su mano derecha, Horacio Rodríguez Larreta, tiene planes para la Villa 31. Un proyecto de integración en la ciudad que promete ser uno de los hitos de su gestión. Diego Fernández, secretario de integración urbana y social de la Ciudad de Buenos Aires, rechaza cualquier crítica las plantas que desde la autopista tratan de cubrir la villa. “La ciudad no tiene ninguna voluntad de ocultar la villa 31 sino de integrarla”, asegura. Es cierto que es imposible esconderla, y las plantas no lo logran. Fernández asegura que todo se hizo con consenso de los vecinos, hartos de que les cayera de todo desde la autopista. Entre la malla de metal asoman ya nuevas construcciones y antenas de televisión. Los coches pasan a dos metros de la puerta de un baño donde la intimidad es una quimera.
Jorge camina entre las calles sucias y la maraña de cables de luz, teléfono, televisión. Saluda a todos. Un cartel de “Macri presidente” recuerda la presencia de la gente del exalcalde de Buenos Aires y ahora presidente. Macri ganó las elecciones también en la 31, con la gran promesa de acabar con el narcotráfico. Casi nadie lo ve posible aquí abajo.
Gabriel, que dirige una oficina del Ministerio de Justicia en plena villa, donde ayudan a la gente con problemas, lo tiene claro. “Este es un lugar perfecto de exclusión. Aquí están los que trabajan en las casas y oficinas de los ricos del centro. Los que las limpian, las construyen, los que cuidan a los hijos, a los abuelos”. Un reguero humano sale cada mañana de la villa hacia el centro, a pocos metros. La mayoría son trabajadores extranjeros que no pueden permitirse otra vivienda. Aquí se alquila barato aunque no tanto -1.500 pesos (110 dólares) una habitación sin baño- pero sobre todo no se paga impuestos, ni luz, ni agua, y nadie pide avales ni papeles, el gran problema para los extranjeros y los más pobres. Todo es alegal en la 31. Lleva aquí desde los años 30, pero son terrenos ocupados y todo está teóricamente prohibido.
Muchos temen que algún día todos estos terrenos se entreguen a la especulación. Tiene una de las mejores ubicaciones de la ciudad, cerca del río de la Plata. “Si los mueven de aquí necesitarán otra bolsa de exclusión y que sea céntrica”, ironiza Gabriel, que también cree que la solución “estética” de las plantas no sirve más que para disimular el desastre.
Nadie cree en serio que se pueda sacar a 40.000 personas de ahí. Solo los militares se atrevieron durante la dictadura y fracasaron. Se crearon otras villas y la gente poco a poco volvió a la 31. “Pusimos un poste acá y prometimos no pasar de allá. Pero después todo se ocupó otra vez”, recuerda Jorge, que lleva 40 años en una casa a pocos metros de ese poste original donde vende zapatos y muestra a los niños el horror de la droga que vive en casa.
Marta, otra histórica de la villa, que ayuda a los discapacitados, coincide en que todo se ha complicado últimamente. “Llevo aquí desde 1983 y está peor que nunca. Yo vendí mi casa para poder sacar a mis hijos de la villa, y lo logré. Pero yo sigo, ahora alquilo, quiero estar aquí y ayudar a la gente. Vendí mi casa en negro, como hacemos todos, aquí no hay papeles de nada, se vende de palabra”, cuenta Marta. En la villa también hay clases y explotación de unos sobre otros. “La villa es para gente pobre, no para que algunos vivan de los pobres. Hay muchos que salieron de aquí, viven en barrios privados en tremendas casas y aquí alquilan la suya. Hacen mucho dinero, todo en negro. Los que pasan por la autopista no quieren vernos pero estamos aquí y necesitamos ayuda”, clama Marta. Hay casas de cinco alturas, llenas de habitaciones, y la construcción no se frena nunca.
Ella también es muy crítica con la propia gente del barrio, que no lo cuida. De las casas más altas cae agua sucia directa a la calle. “Se lo digo siempre, si pasa un ciego le cae todo, vivimos en una villa pero podemos vivir mejor, pero no me hacen caso”, se desespera Marta. Todo es negocio en la villa 31. Un cartel enorme que se ve desde la autopista anuncia una compañía de teléfonos para los de arriba. Abajo, por instalarlo allí, esa compañía paga 6.000 pesos al mes a la jefa de esa manzana.
En el camino de entrada a la villa, al lado de la principal estación de trenes de Buenos Aires, Retiro, el mundo cambia. Quedan atrás las espectaculares avenidas de la capital, con sus árboles centenarios y sus mansiones de otra época, hoy embajadas, y empiezan las calles sucias, con colchones en el suelo donde duermen los adictos al paco, que deambulan como zombies. Son parte del paisaje. Cables, escaleras de caracol imposibles para los pisos más altos y cumbia villera. Son los grandes protagonistas del día a día de esta miniciudad. Hay algunos pequeños intentos por humanizar este campamento, como una cancha de fútbol que inauguró el propio Macri. Pero casi no hay sitio, siempre llega gente nueva y hay que construir, ocupar.
En teoría no se puede entrar con material de construcción a la villa, está prohibido. Pero no está claro quién debe impedirlo. Delante de la policía, mientras paseamos por la villa, varios obreros suben y bajan baldes con cemento y ladrillos para construir más pisos. La villa crece. “Yo no sé cómo entran el material pero esto sigue creciendo. Acá hay de todo, lo que necesites lo encuentras. Y no pagas luz, ni impuestos, ni nada. Ahora, te regalo esta vida. Yo estoy acá todos los días y nunca viviría en la villa. Es muy duro”, asegura una de las agentes.
Emanuel, uno de estos policías, lleva cuatro años recorriendo la villa a diario y es muy pesimista. Son 40 efectivos para 40.000 personas. “Acá la vida no vale dos mangos. La gente no sale de acá, va a trabajar y vuelve, este es su mundo. Vemos de todo, violaciones, asesinatos, trata de personas. En este boliche [señala un bar en El Playón, el corazón de la noche de la 31] tenían explotada a una nena, la prostituían. Allá [señala un piso alto] había un puesto de venta de droga que desmantelamos. No pasa nada, a nadie le importa. Esto va a peor, cada vez hay más pobreza”, se lamenta. A su lado, Andresa, una veterana vecina, es un poco más optimista. “Antes aquí no había ni policía, ahora están todo el día, estamos un poco mejor. Nos pusieron cloacas, agua, luz. Hay mucho narco, pero las calles están más tranquilas, nos enteramos al día siguiente de que se matan entre ellos”.
Una ambulancia intenta entrar en la 31, justo bajo la autopista. Es el único lugar con semáforos, uno a la entrada y otro a la salida. Pero no los respetan. El colapso es la norma. Para pasar, la ambulancia tiene que lograr que cuatro coches den marcha atrás bajo los pilares de la autopista, una maniobra lenta y complicada. Cada metro está ocupado, las casas crecen como enredaderas alrededor de los pilares. Arriba los coches van a 80 por hora cada vez más ajenos a la villa. Pero abajo todo va despacio. La 31 no es un lugar para urgencias.